“Los presentes son demasiado duros, demasiado tristes para escribir de ellos”. (Rafael Alberti, La arboleda perdida)
Hay momentos en la historia de la literatura en los que parecen confluir todas las fuerzas creativas de la naturaleza para dar a luz una generación de calidad extraordinaria. Y nadie sabe por qué. Es lo que ocurrió con la Generación del 27, la llamada Edad de Plata de las letras españolas... aunque en este caso habrá quien señale la labor de la Institución Libre de Enseñanza y todos los órganos nacidos bajo su manto (la Residencia de Estudiantes, el Centro de Estudios Históricos o la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, entre otros) como detonante o entidad que encauzó el talento de la época hasta conseguir dar forma a una generación literaria sin parangón. Y no le faltará razón a quien me lo diga. Pero algo de magia... también hay.
Confieso que, de toda la nómina del 27, Rafael Alberti nunca me ha llamado excesivamente la atención. Reconozco su valor y calidad literaria, por supuesto, pero si me dan a elegir entre Salinas y él... lo tengo claro. Sin embargo, últimamente he pensado y he leído mucho sobre él. Y mi opinión ha ido cambiando.
Alberti aparecía en dos de las asignaturas del segundo cuatrimestre del máster en literatura que estoy haciendo. Una (en la que estudiamos la prosa del primer tercio del siglo XX) contaba con La arboleda perdida entre sus lecturas obligatorias y la otra ahondaba en las tendencias y técnicas de la poesía española actual, desde 1939 hasta el presente.
La arboleda perdida son, en realidad, tres tomos de memorias, escritos con posterioridad a los hechos narrados. De hecho, uno de los aspectos que más me ha interesado de la obra es ese cierto desdoblamiento que se produce en el autor, que da cuenta de su pasado, de su infancia y su juventud (en el caso del primer libro) desde el presente de exiliado, tras la Guerra Civil. Ese desdoblamiento me hizo pensar mucho en la condición literaria y personal de los exiliados. Eran exiliados ideológicos, políticos, pero ese exilio se convirtió también en una forma de vida a la que se vieron obligados (es decir, vivieron un exilio personal, lejos de la familia, los amigos, las ciudades que amaban y la vida que habían imaginado para sí) y también en un exilio literario.
De alguna manera, los escritores exiliados quedaron en un extraño limbo literario. Su obra no se consideraba (y no lo hizo durante años) literatura española pero tampoco podía considerarse literatura del país de acogida (aunque su influencia jugó un papel muy importante en el caso, por ejemplo, del boom de la novela latinoamericana de los años 60); se dirigían a unos lectores españoles futuros, porque sus contemporáneos no podía leer sus obras en ese momento (y tardarían bastante en hacerlo); no compartían temas con los autores que escribían en España, porque sus preocupaciones y el entorno cultural en el que se movían eran diferente; sus inquietudes tenían más que ver con el recuerdo de una patria perdida, con la decepción que provocan los sueños rotos, con la impotencia que provocan los regímenes políticos impuestos, con el miedo a perder la memoria, lo que fueron, lo que tuvieron, lo que consiguieron.
Autores como Juan Gil-Albert (en Memorabilia) recogieron muy bien los sentimientos que despertó en los autores exiliados la huída a otros países y el trato que allí recibieron. Gil-Albert y Arturo Serrano Plaja viajaron en primer lugar a Francia, donde fueron internados durante 19 días en el campo de concentración de Saint Cyprien. José Ramón López García alude en su tesis sobre el segundo a los sentimientos encontrados que padecieron durante ese internamiento, acontecimiento que vivieron como una "broma trágica", sobrellevada "con dosis iguales, y alternativas, de depresión y
comicidad". "Esto nos ha sellado; siempre seremos
ya unos parias", creía Gil-Albert, y la misma sensación trasmite Serrano Plaja en uno de los sonetos de su primer poemario en el exilio, Versos de guerra y paz (1945), titulado
"Campo de concentración".
Hay estudiosos, como Andrew Debicki, que consideran la producción en el exilio al margen de la creación literaria dentro de España, por muchas de las razones que he comentado ya. Otros, como Claude Le Bigot o Germán Gullón optan por destacar los contactos y apuestan por diferenciar la literatura de la segunda mitad del siglo XX en la oficial, la del
exilio y la de "resistencias". Todas estas cuestiones sólo dan una pequeña idea de lo que pudo suponer para estos escritores vivir en el exilio.
Volviendo a La arboleda perdida, lo que me más he gustado es la sensación de estar allí, de vivir con Alberti las tertulias y lecturas públicas en la Residencia de Estudiantes o en los cafés madrileños, de organizar con ellos el homenaje a Góngora, de sentir su vitalidad y el profundo amor que sentían por la literatura y la cultura. También, compartir con él su conversión de pintor en poeta y sentir la pasión que ambas disciplinas artísticas despertaban en él.
Gracias a estas memorias he conocido al Alberti persona y al Alberti artista. Y ahora, cuando leo su nombre en otros libros (me ha pasado con Una forma de resistencia, de Luis García Montero, quien tuvo una gran relación con él y conserva una corbata del poeta) lo siento cercano, próximo, casi familiar. Y tengo ganas de conocer toda su obra y ponerla en relación con lo que me ha ido contando de ella en los tres tomos de su autobiografía. Y siento su grandeza artística y su satisfacción por una vida vivida plenamente.
Nos seguimos leyendo.
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