Los periodistas tenemos mala fama… y la verdad es que a
veces parece que nos lo hemos ganado a pulso. Hoy es un día de esos en que creo
que quienes piensan mal… aciertan. No hay más que ver las noticias, las
portadas, los informativos de televisión, las tertulias… para darse cuenta de
que algo va, muy mal, en nuestra profesión. Porque, ¿cómo puede ser que se
ofrezcan al público dos versiones taaaaaan diferentes de lo que ocurrió ayer,
del seguimiento de la huelga general?
Los montajes que comparan portadas, fotografías o imágenes
de medios de un lado y de otro han circulado hoy por las redes sociales,
indignando (lógicamente) a quienes se han tropezado con ellas al mirar su muro
o abrir su Twitter. No es para menos. ¿Dónde quedó eso de la imparcialidad (no
objetividad, que ésa es imposible desde el momento en el que la información
pasa por el filtro del periodista) que nos enseñaron en la facultad?
Yo me lo creí, cuando me lo contaron mis profesores. Y eso
que, como diría uno de ellos, Arturo Merayo, aún andaba con el lirio en la
mano. Nunca quise ser corresponsal en “guasintón”… pero la inocencia siempre ha
sido uno de mis pecados capitales. Por lo que se ve, sigue siéndolo.
El descrédito es total. El público frecuenta los medios que
saben que van a contar la realidad que se ajuste a su ideología. En la facultad
siempre me hablaban de escuchar varios medios para hacerse a la idea de qué había
pasado en realidad… y yo siempre me preguntaba: pero… ¿realidad no hay solo
una, como la madre? Pues se ve que no, que realidades hay tantas como bocas que
la cuentan y que uno no puede decir alegremente “este cura no es mi padre”.
Me parece aún más grave teniendo en cuenta los tiempos
inciertos que vivimos. La crisis ha sacado a la luz la verdad de muchos medios:
que estaban al servicio de intereses ajenos a la información y que, cuando se
torció la bonanza económica, era mejor pasar a otra cosa mariposa; que son un
bien de consumo totalmente prescindible para quien se tiene que apretar el
cinturón y capear el temporal con 400 euros (si tiene suerte) al mes; que
siempre se pueden recortar medios y personal; y que los canales de información
y ocio digitales (y gratuitos) le tienen la partida casi casi ganada a la
prensa de toda la vida.
Hace unos meses, leí un libro de Iñaki Gabilondo en el que
analizaba cómo la era digital está transformando al periodismo. “El fin de una
época”, se titulaba (con gran acierto) este ensayo en el que el periodista volcaba
su interpretación de lo que está ocurriendo y sus interrogantes sobre lo que
ocurrirá a partir de ahora, siempre con la base real de su (larga) experiencia.
Instaba a los periodistas a que tomaran la rienda de la información más allá de
empresas, políticos y situaciones económicas e insistía en abrir los ojos a la
gente: la información no es lo mismo que el conocimiento; estar informado no es
suficiente para conocer. Y si uno no puede estar ya ni siquiera (bien)
informado… pues para qué seguir hablando. Gabilondo, en el fondo, era optimista
y creía que encontraremos el modo de continuar adelante, como hizo la prensa
ante la revolución que significó la radio y como hicieron estas dos cuando la
televisión comenzó su reinado. Yo… no lo tengo tan claro. Creo que la crisis es
profunda. Y lo es en el corazón (y la conciencia) de muchos periodistas casi
tanto como en la credibilidad que nos otorga el público. Y si un periodista
pierde su credibilidad… entonces, ¿qué queda?
Por cierto, si os ha interesado el libro de Gabilondo, podéis leer la reseña que hice para Anika entre libros aquí.
Seguimos leyéndonos.